domingo, 3 de julio de 2011

Para 5to año: Borges y la gauchesca En: Discusión (1932)

El Fausto ha sido muy diversamente juzgado. Calixto Oyuela, nada benévolo con los escritores gauchescos, lo ha calificado de joya. Es un poema que, al igual de los primitivos, podría prescindir de la im­prenta, porque vive en muchas memorias. En memorias de mujeres, singularmente. Ello no importa una censura; hay escritores de induda­ble valor —Marcel Proust, D. H. Lawrence, Virginia Woolf— que suelen agradar a las mujeres más que a los hombres... Los detractores del Fausto lo acusan de ignorancia y de falsedad. Hasta el pelo del ca­ballo del héroe ha sido examinado y reprobado. En 1896, Rafael Her­nández —hermano de José Hernández— anota: "Ese parejero es de color overo rosado, justamente el color que no ha dado jamás un pareje­ro, y conseguirlo sería tan raro como hallar un gato de tres colores"; en 1916 confirma Lugones: "Ningún criollo jinete y rumboso como el protagonista, monta en caballo overo rosado: animal siempre despre­ciable cuyo destino es tirar el balde en las estancias, o servir de cabal­gadura a los muchachos mandaderos". También han sido condenados los versos últimos de la famosa décima inicial:

Capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna.

Rafael Hernández observa que al potro no se le pone freno, sino bocado, y que sofrenar el caballo "no es propio de criollo jinete, sino de gringo rabioso". Lugones confirma, o transcribe: "Ningún gaucho su­jeta su caballo sofrenándolo. Ésta es una criollada falsa de gringo fan­farrón, que anda jineteando la yegua de su jardinera".

Yo me declaro indigno de terciar en esas controversias rurales; soy más ignorante que el reprobado Estanislao del Campo. Apenas si me atrevo a confesar que aunque los gauchos de más firme ortodoxia menosprecien el pelo overo rosado, el verso

En un overo rosao

sigue —misteriosamente— agradándome. También se ha censurado que un rústico pueda comprender y narrar el argumento de una ópe­ra. Quienes así lo hacen, olvidan que todo arte es convencional; tam­bién lo es la payada biográfica de Martín Fierro.
Pasan las circunstancias, pasan los hechos, pasa la erudición de los hombres versados en el pelo de los caballos; lo que no pasa, lo que tal vez será inagotable, es el placer que da la contemplación de la felici­dad y de la amistad. Ese placer, quizá no menos raro en las letras que en este mundo corporal de nuestros destinos, es en mi opinión la vir­tud central del poema. Muchos han alabado las descripciones del ama­necer, de la pampa, del anochecer, que el Fausto presenta; yo tengo para mí que la mención preliminar de los bastidores escénicos las ha contaminado de falsedad. Lo esencial es el diálogo, es la clara amistad que trasluce el diálogo. No pertenece el Fausto a la realidad argentina, pertenece —como el tango, como el truco, como Irigoyen— a la mito­logía argentina.

Más cerca de Ascasubi que de Estanislao del Campo, más cer­ca de Hernández que de Ascasubi, está el autor que paso a conside­rar: Antonio Lussich. Que yo sepa, sólo circulan dos informes de su obra, ambos insuficientes. Copio íntegro el primero, que bastó para incitar mi curiosidad. Es de Lugones y figura en la página 189 de El payador.

"Don Antonio Lussich, que acababa de escribir un libro felicitado por Hernández, Los tres gauchos orientales, poniendo en escena tipos gauchos de la revolución uruguaya llamada campaña de Aparicio, diole, a lo que parece, el oportuno estimulo. De haberle enviado esa obra, re­sultó que Hernández tuviera la feliz ocurrencia. La obra del señor Lussich apareció editada en Buenos Aires por la imprenta de la Tri­buna el 14 de junio de 1872. La carta con que Hernández felicitó a Lussich, agradeciéndole el envío del libro, es del 20 del mismo mes y año. Martín Fierro apareció en diciembre. Gallardos y generalmente apropiados al lenguaje y peculiaridades del campesino, los versos del señor Lussich formaban cuartetas, redondillas, décimas y también aquellas sextinas de payador que Hernández debía adoptar como las más típicas."

El elogio es considerable, máxime si atendemos al propósito na­cionalista de Lugones, que era exaltar el Martín Fierro y a su reproba­ción incondicional de Bartolomé Hidalgo, de Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Ricardo Gutiérrez, de Echeverría.

(...)
La segunda —la del hiperbólico elogio— no ha realizado hasta hoy sino el sacrificio inútil de sus "precursores" y una forzada iguala­ción con el Cantar del Cid y con la Comedia, dantesca. Al hablar del coro­nel Ascasubi, he discutido la primera de esas actividades; de la segun­da, básteme referir que su perseverante método es el de pesquisar versos contrahechos o ingratos en las epopeyas antiguas —como si las afinidades en el error fueran probatorias. Por lo demás, todo ese ope­roso manejo deriva de una superstición: presuponer que determinados géneros literarios (en este caso particular, la epopeya) valen formal­mente más que otros. La estrafalaria y candida necesidad de que el

Martín Fierro sea épico ha pretendido comprimir, siquiera de un modo simbólico, la historia secular de la patria, con sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Tucumán y de Ituzaingó, en las andanzas de un cuchillero de 1870. Oyuela (Antología poética hispano­americana, tomo tercero, notas) ha desbaratado ya ese complot. "El asun­to del Martín Fierro", anota, "no es propiamente nacional, ni menos de raza, ni se relaciona en modo alguno con nuestros orígenes como pue­blo, ni como nación políticamente constituida. Trátase en él de las do-lorosas vicisitudes de la vida de un gaucho, en el último tercio del siglo an­terior, en la época de la decadencia y próxima desaparición de este tipo local y transitorio nuestro, ante una organización social que lo aniqui­la, contadas o cantadas por el mismo protagonista."

La tercera distrae con mejores tentaciones. Afirma con delicado error, por ejemplo, que el Martín Fierro es una presentación de la pam­pa. El hecho es que a los hombres de la ciudad, la campaña sólo nos puede ser presentada como un descubrimiento gradual, como una se­rie de experiencias posibles. Es el procedimiento de las novelas de aprendizaje pampeano, "The Purple Land (1885) de Hudson, y Don Se­gundo Sombra (1926) de Güiraldes, cuyos protagonistas van identificán­dose con el campo. No es el procedimiento de Hernández, que presu­pone deliberadamente la pampa y los hábitos diarios de la pampa, sin detallarlos nunca —omisión verosímil en un gaucho, que habla para otros gauchos. Alguien querrá oponerme estos versos, y los precedi­dos por ellos:

Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía,
y sus hijos y mujer.
Era una delicia el ver
cómo pasaba sus días.

El tema, entiendo, no es la miserable edad de oro que nosotros perci­biríamos; es la destitución del narrador, su presente nostalgia.

Rojas sólo deja lugar en el porvenir para el estudio filológico del poema —vale decir, para una discusión melancólica sobre la palabra contra o contramilla, más adecuada a la infinita duración del Infierno que al plazo relativamente efímero de nuestra vida. En ese particular, como en todos, una deliberada subordinación del color local es típica de Martín Fierro. Comparado con el de los "precursores", su léxico pa­rece rehuir los rasgos diferenciales del lenguaje del campo, y solicitar el sermo plebeius común. Recuerdo que de chico pudo sorprenderme su sencillez, y que me pareció de compadre criollo, no de paisano. El

Fausto era mi norma de habla rural. Ahora —con algún conocimiento de la campaña— el predominio del soberbio cuchillero de pulpería so­bre el paisano reservado y solícito, me parece evidente, no tanto por el léxico manejado, cuanto por las repetidas bravatas y el acento agresivo.

Otro recurso para descuidar el poema lo ofrecen los proverbios. Esas lástimas —según las califica definitivamente Lugones— han sido consideradas más de una vez parte sustantiva del libro. Inferir la ética del Martín Fierro, no de los destinos que presenta, sino de los mecáni­cos dicharachos hereditarios que estorban su decurso, o de las morali­dades foráneas que lo epilogan, es una distracción que sólo la reveren­cia de lo tradicional pudo recomendar. Prefiero ver en esas prédicas, meras verosimilitudes o marcas del estilo directo. Creer en su valor nominal es obligarse infinitamente a contradicción. Así, en el canto VII de La ida ocurre esta copla que lo significa entero al paisano:

Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón,
monté despacio, y salí
al tranco pa el cañadón.

No necesito restaurar la perdurable escena: el hombre sale de ma­tar, resignado. El mismo hombre que después nos quiere servir esta moralidad:

La sangre que se derrama
no se olvida hasta la muerte.
La impresión es de tal suerte
que a mi pesar, no lo niego,
cái como gotas de juego
en la alma del que la vierte.

La verdadera ética del criollo está en el relato: la que presume que la sangre vertida no es demasiado memorable, y que a los hom­bres les ocurre matar. (El inglés conoce la locución kill his man, cuya di­recta versión es matar a su hambre, descífrese matar al hombre que tiene que matar todo hombre?.) "Quién no debía una muerte, en mi tiempo". le oí quejarse con dulzura una tarde a un señor de edad. No me olvidaré tampoco de un orillero, que me dijo con gravedad: "Señor Borges, yo habré es­tado en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio".

Arribo, así, por eliminación de los percances tradicionales, a una directa consideración del poema. Desde el verso decidido que lo inau­gura, casi todo él está en primera persona: hecho que juzgo capital.

Fierro cuenta su historia, a partir de la plena edad viril, tiempo en que el hombre es, no dócil tiempo en que lo está buscando la vida. Eso algo nos defrauda: no en vano somos lectores de Dickens, inventor de la infancia, y preferimos la morfología de los caracteres a su adultez. Queríamos saber cómo se llega a ser Martín Fierro...

¿Qué intención la de Hernández? Contar la historia de Martín Fierro, y en esa historia, su carácter. Sirven de prueba todos los episo­dios del libro. El cualquiera tiempo pasado, normalmente mejor, del canto II, es la verdad del sentimiento del héroe, no de la desolada vida de las estan­cias en el tiempo de Rosas. La fornida pelea con el negro, en el canto VII, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las momentáneas luces y sombras que rinde la memoria de un hecho, sino al paisano Mar­tín Fierro contándola. (En la guitarra, como solía cantarla a media voz Ri­cardo Güiraldes, como el chacaneo del acompañamiento recalca bien su intención de triste coraje.) Todo lo corrobora; básteme destacar al­gunas estrofas. Empiezo por esta comunicación total de un destino:

Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo ahugaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.

Entre las muchas circunstancias de lástima —atrocidad e inutili­dad de esa muerte, recuerdo verosímil del barco, rareza de que venga a ahogarse a la pampa quien atravesó indemne el mar—, la eficacia máxima de la estrofa está en esa posdata o adición patética del recuer­do: tenía los ojos celestes como potrillito zarco, tan significativa de quien supo­ne ya contada una cosa, y a quien le restituye la memoria una imagen más. Tampoco en vano asumen la primera persona estas líneas:

De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
tuve un terrible desmayo.
Caí como herido del rayo
cuando lo vi muerto a Cruz.

Cuando lo vio muerto a Cruz. Fierro, por un pudor de la pena, da por sentado el fallecimiento del compañero, finge haberlo mostrado.

Esa postulación de una realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema —lo repito— no es la imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo, sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar. El proyecto comporta así una doble invención: la de los episodios y la de los sentimientos del héroe, retrospectivos estos últimos o inmedia­tos. Ese vaivén impide la declaración de algunos detalles: no sabemos, por ejemplo, si la tentación de azotar a la mujer del negro asesinado es una brutalidad de borracho o —eso preferiríamos—una desesperación del aturdimiento, y esa perplejidad de los motivos lo hace más real. En esta discusión de episodios me interesa menos la imposición de una determinada tesis que este convencimiento central: la índole novelísti­ca del Martín Fierro, hasta en los pormenores. Novela, novela de orga­nización instintiva o premeditada, es el Martín Fierro: única definición que puede trasmitir puntualmente la clase de placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha. Ésta, quién no lo sabe, es la del si­glo novelístico por antonomasia: el de Dostoievski, el de Zola, el de Butler, el de Flaubert, el de Dickens. Cito esos nombres evidentes, pero prefiero unir al de nuestro criollo el de otro americano, también de vida en que abundaron el azar y el recuerdo, el íntimo, insospecha­do Mark Twain de Huckleberry Finn.

Dije que una novela. Se me recordará que las epopeyas antiguas representan una preforma de la novela. De acuerdo, pero asimilar el li­bro de Hernández a esa categoría primitiva es agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, es renunciar a toda posibilidad de un examen. La legislación de la épica —metros heroicos, intervención de los dioses, destacada situación política de los héroes— no es aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son.